Pecho cuadradoNos bajamos del carro, los cuatro… con todo lo que eso implica: estacionar, bajar mientras le juras a los niños que no los abandonarás mientras vas a la parte de atrás a sacarlos (a ellos no les importa: lloran igual en esos 30 segundos), desatar el cinturón de cada sillita de niño diseñada por algún ingeniero que, supongo, no tenía niños ni los quería tener pero, al menos, se encargó de que estuvieran seguros y no se zafaran (ni siquiera cuando los papás quisieran sacarlos). En fin, lo típico de una familia con dos bebés.

Tuvimos que parar detrás de otro carro, con la resignación de saber que nos llamarían en medio de la compra. Pero justo en ese instante, la dueña del carro que estábamos trancando salía del supermercado, por lo que mi esposo e hija regresaron a moverlo. Yo me quedé con el niño en brazos, a una lado de la entrada.

En un momento de bastante confusión, la camioneta detrás de la que yo estaba quiso salir en retroceso, así que nos movimos hacia un lado, pero en ese instante una moto quiso estacionarse allí. Mientras hacía una torpe coreografía para evitar ser atropellada por cualquiera de los dos, del supermercado vimos salir a tres hombres jóvenes. Al primero más bien lo sentimos volar entre nosotros, la camioneta y la moto. Los otros dos le siguieron con mayor conocimiento del terreno, pues saltaron entre gente, vehículos y huecos de la acera con precisión. Perseguían al muchacho volador de camisa verde. Todos nos quedamos detenidos, tratando de descifrar la escena.

Salieron algunos empleados de la tienda, y fue uno de ellos el que lanzó la frase que le dio sentido a todo:

-Llevaba una pecho cuadrado.

El muchacho estaba hurtando una botella de ron, a las 3 de la tarde, un sábado. Iba vestido como cualquiera de ventipocos (jeans, franela verde, zapatos deportivos).

Lo seguían dos empleados de seguridad que ni siquiera corrieron: caminaron rapidito, con zancadas largas, y lo detuvieron a menos de 20 metros del supermercado.

El momento de la captura fue intenso: se hizo silencio en una avenida muy transitada, todos a la espera del violento desenlace. Porque, debo decir, todos esperábamos que le dieran una paliza. Algunos lo anhelaban, otros solo sabían que era lo que podía esperarse dada la crispación del país y la normalización de la violencia.  Pero no: lo arrinconaron detrás de un carro, le dieron unos empujones más bien sin ganas, como de reclamo, y si acaso algún coscorrón que no pude ver. No hubo puñetazos, sangre ni estruendo.

Como subidos del averno, aparecieron dos efectivos de la Guardia Nacional. El grupo se cerró, los mirones seguíamos atentos… y de pronto el muchacho caminó resignado y escoltado por los empleados de seguridad de vuelta a la tienda. Las señoras que estaban en el edificio contiguo, resguardadas tras la reja cerrada, le gritaron:

-Pero ni cara de ladrón tienes, ¡pena te debería dar!

El de verde les gruñó “cállate” sin saber si le hablaba a una o a 10. Daba lo mismo. Para él era la última pataleta antes de enfrentar su responsabilidad.

En ese momento apareció mi esposo con la niña en brazos, inocentes ambos, extrañados por la tensión del ambiente que, obviamente sintieron pero no supieron descifrar.

Los de seguridad le reclamaban al ladrón:

-Chamo, lo estás haciendo mal. ¿Cómo crees que vas a correr más rápido que yo? ¿Estás loco?

Él caminaba callado, con un gesto arrogante en la cara y con la actitud de quien lo volvería a hacer en segundos. Se perdieron en el pasillo que da a la trastienda, dejando a su paso la exaltación de unos minutos de locura.

¿Cómo llegaron los Guardias tan rápido? ¿Por qué no hicieron nada más y lo devolvieron al local? ¿Qué pasaría a puerta cerrada en la trastienda?

No lo supimos. Los empleados no quisieron hablar.

Solo quedó el mal sabor. La fatiga post-adrenalina. Pero, sobre todo, la vergüenza de sentirnos timados al no ver la sangre correr. Porque de pronto nos reconocimos como un pueblo que desea venganza redentora, unas buenas patadas para que aprenda, una paliza pública para que la vergüenza se sume al dolor y, en ese acto puntual, se reivindiquen todos los abusos que hemos sufrido durante años.

Venezuela es una bomba de tiempo.